viernes, junio 03, 2005

La Josefa que no es Josefa

A la Josefa, que no es Josefa, la conocí hace varios años atrás en Antofagasta. Después nos encontramos bailando en Cuzco, cada una con un vaso de ron, cuando ir a Perú era como ir a Pucón: te encontrabas con todos, salías a bailar todas las noches y no veías a los chilenos rayando muros centenarios. Nos vimos también en Antofa y nos reencontramos este año, en un verano improvisado, durmiendo en una cabañita en medio de un cerro, con una escalera maldita por la que sufríamos, pero que entendíamos que nos hacía bien para la celulitis que nos ataca.
Pasamos el verano en busca del público objetivo, sólo que no sabemos si habíamos llegado un poco tarde o un poco adelantada. Preferíamos quitarnos la edad para no parecer mujeres desesperadas en busca de púberes, que hace muy poco habían dejado de jugar con Barney. Tomábamos el sol en el sector dos y medio, porque la celulitis es un impedimento para entrar al sector 5. Y también, porque ya íbamos a dormir la siesta y no a recibir flyers que nos sirvieran para la noche.
Con la Josefa nos quedábamos conversando hasta tarde y jugábamos a poner el ombligo en la espalda para quedar más flacas. Mientras yo hacía llamadas escondida, ella las recibía de un hombre, que cuando tomaba, le hacía llamadas de cien pesos. Hacíamos la lista de las cualidades del hombre ideal que no dijera ni dama ni fino, y que porsupuesto no usara mocasín con chasquilla.
Ahora la Josefa, que tiene una hermana muy sí, la Cé, que hablaba más rápido que yo y se convirtió en mi ídola, deambula libremente por el norte. En unas vacaciones eternas, mientras planea una fuga internacional con el de las llamadas de cien pesos.